viernes, 18 de marzo de 2016

HOMILIA PARA EL DOMINGO DE RAMOS

Estos días nos asomamos a la pasión, a la muerte, a la vida que se entrega, al abandono, al miedo, a la confianza… Nos asomamos a la hondura del ser humano, capaz de lo mejor y de lo peor; y a la ternura de Dios. Y ahí están también nuestros dolores y nuestras esperanzas, nuestra soledad, las gentes que nos acompañan y a quienes acompañamos… La coherencia y el desaliento, la fortaleza y la debilidad de cada ser humano. Mirados por Dios. Mirados con la compasión de Dios…

Dice el profeta Isaías: “No tenía presencia ni belleza que atrajera nuestras miradas ni aspecto que nos cautivase” (Is 53, 2). El pobre y el marginado tampoco tienen nada que atraiga.

Vamos a asistir estos días como a una escuela en donde veamos cómo el odio puede hacer mucho daño; cómo la murmuración puede destrozar una vida; cómo la apatía puede hacer sufrir; cómo la soledad puede ser fructífera; cómo el perdón puede arreglar situaciones embarazosas; cómo el amor puede desactivar conflictos; y cómo la fe puede remover dificultades. Esto y más es cada semana santa.

Vuelve a decir el profeta: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento” (Is 50,4).

No hay nada más engañoso que ver las cosas desde lejos, desde la distancia, desde arriba, asépticamente. Pero Jesús se agacha, para llegar allá abajo, adonde están quienes no tienen quién les alce. Jesús ve con los ojos húmedos de quien llora los llantos y las penurias de este mundo.

Y cuando vemos como Jesús podemos ver un mundo sanado, aunque a veces no lo parezca. Porque su caricia sana las heridas. Y el mal no vence.

No mires el mundo desde la sombra o la queja. No lo mires desde el lamento o desde la rendición. Míralo buscando en él los destellos de Dios, los milagros cotidianos, las pequeñas o grandes victorias del amor, de la Vida. Míralo como miró Jesús a la adúltera, a Zaqueo o al buen ladrón.

 

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